OPINIÓN

BOCADILLO DE ATÚN Y YEMA I

15 de julio de 2025 - 12:46
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Coincidí con aquel chico de gafas redondas, que estudiaba en la misma sala que yo, en una fiesta de paellas. Las fiestas de paellas se organizaban en el campus universitario, un sábado por la mañana antes de las vacaciones. Allí estaba, de pie, con un vaso de calimocho en la mano, bromeando con sus compañeros, junto a nuestro grupo. Lo observé un buen rato. La luz natural y su silueta extraída del contexto habitual en el que yo solía verlo —sentado y estudiando— me generaban dudas razonables de que fuera él. Nunca nos habíamos encontrado fuera de la sala de estudio. Se percató de mi presencia. Dejó de reírse, su rostro se volvió serio y, ni corto ni perezoso, inició el camino hacia donde yo estaba.

Hola. ¿Por qué no me has llamado?

¿Perdona? —contesté haciéndome la loca.

Soy Marc. Tu amiga me dijo que tenías interés en conocerme…

No sé de qué hablas…

Sí. Hará cosa de mes y medio. En la sala de estudio… —¡Dios! La sangre de mi cuerpo me bajó hasta los pies. Me quedé helada, sin capacidad de respuesta. Lo único que pude hacer es beberme, casi de un trago, el vaso de tinto de verano que llevaba en la mano—. ¿Era una broma de chicas? Si te molesto, me voy…

No.

Se quedó callado. Observándome. Esperando una explicación algo más consistente… Era la primera vez que lo veía de cerca, de frente. Se quitó las gafas redondas y las colocó en el bolsillo de su camisa de cuadros, que vestía abierta y superpuesta a una camiseta blanca. Sus ojos eran grandes y marrones, las cejas pobladas y unas largas pestañas que le daban un toque pueril. El abundante pelo se le venía hacia delante cubriéndole parte de la frente, confiriéndole un aire atractivo. Ante mi indiferencia, hizo una mueca y dio un paso atrás, quizás para marcharse.

No, no. Perdona. No me molestas. Quédate si quieres… —conseguí pronunciar.

Me acerqué a la paellera disimulando. El arroz, en plena ebullición, bailaba arrítmico entre el caldo, tratando de escapar de la situación embarazosa en la que se encontraba. Bastante más sociable que yo, Marc volvió a la carga:

¿Y qué estudias? No te he visto por mis clases.

ADE.

Ya… ¿En qué curso estás? Yo termino este año. Me han propuesto hacer el doctorado.

Qué bien —contesté apática. Se hizo el silencio. Marc quería saber:

¿Y tú?

Estoy en cuarto. Voy a curso por año arrastrando alguna que me limpio en septiembre. Espero acabar el año que viene.

Muy bien. ¿Y qué harás después?

«¡Qué tipo de pregunta es esa! ¡Y yo qué coño sé qué será de mi vida después de la universidad!». Interpretó mi cara de sorprendida porque insistió:

Me refiero a, ¿a qué aspiras al terminar la carrera? ¿Qué te gustaría hacer?

No lo sé. Supongo que trabajar de lo que me den…

¿En serio? ¿Eres una tía conformista?

¡Madre mía! ¡Conformista, ¿dices?! ¡Y no me conoces de nada! —exclamé con ironía.

¡Pues lo tenemos fácil! —Miró su muñeca, dejó entrever su reloj, y me cogió de la mano—. ¡Vamos allí! Nos sentamos y me cuentas tu vida. Tenemos unos treinta minutos antes de que todos estos locos terminen las paellas y empiecen a repartir platos de plástico con emplaste de arroz.

Me hizo reír. Era el primer año que asistía a las tradicionales paellas universitarias y no había sido del todo consciente de que un montón de jóvenes inexpertos trataban de cocinar uno de los platos españoles más difíciles de conseguir en su punto: el arroz. Ahora veía claro que el auténtico sentido de la fiesta no era otra cosa que ayudar a socializar a personajes como nosotros dos.

Alcanzamos unos bancos y, pasando de comer “emplaste de arroz”, invertimos las siguientes dos horas conversando: asignaturas, profesores, técnicas de estudio… Marc me contó que, al acabar la carrera, empezaría su doctorado en Econometría. Me sorprendieron sus inquietudes, su manera de expresarse, su forma de dirigir la conversación para interesarse por mí y que aquello no fuera un monólogo. Hablamos de nuestras vidas: él de capital, yo de pueblo; él de familia adinerada, yo de origen más humilde; él, hijo único, yo, la pequeña de tres hermanos.

¿Tienes hambre, … ummm… ?

¡María! —contesté tímida—. ¿Y tú?

¿Yo? Marc.

Ya, Marc. No te preguntaba tu nombre, sino si tienes hambre tú.

Nos quedamos en silencio, mirándonos a los ojos, aguantándonos la risa tras notar que nos habíamos contado media vida y… ¡no sabía ni mi nombre!

Perdona, María. Estoy hambriento… ¿Y tú?

Salimos de un recinto repleto de jóvenes que, alegres, bebían y bailoteaban al son de melodías estridentes entremezcladas desde los diferentes equipos de música que cubrían el área de parking del campus, donde se desarrollaba la fiesta. Cruzamos la Avenida de la Universidad y nos dirigimos al centro. Entramos en un local peculiar, entre cantina de pueblo y tienda de ultramarinos. La claridad de la calle lidiaba por vencer a la oscuridad de una sala donde los tubos fluorescentes del techo estaban apagados. Una lámpara matamoscas eléctrica le confería una luminosidad azulada al tétrico ambiente. Ante nosotros, un mostrador con una gran vitrina de charcutería repleta de latas y embutidos, y una balanza de pesaje colgada del techo.

¡Dos de lo de siempre!

¿El especial?

Marc asintió con la cabeza. Callada, esperé a averiguar qué nos depararía nuestro encargo al tendero. Mi sorpresa fue mayúscula cuando observé cómo un hombrecico nos entregaba una bandeja con un par de bocadillos de atún y anchoas, junto a un cucurucho de cartón grisáceo —el típico papel donde te entregan la carne, el pescado o incluso los churros— con aceitunas y otros encurtidos, y un litro de cerveza con dos vasitos emblanquecidos por el uso.

Salimos a la calle y, en el callejón del lateral del tradicional barecito ilicitano, nos acomodamos en una mesa cansada de existir, ajena al inicio de una relación que ocuparía la mayoría de los años de mi vida.

Susi Rosa Egea

Fragmento de la novela La vida secreta de Junio Sanz

5a Finalista Premio Planeta de Novela 2024

www.susirosa.es

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