OPINIÓN

Impresiones de un pasado (XLVII)

28 de noviembre de 2025 - 23:19
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Parafraseando a Antonio Vega, el sitio de mi recreo fue, durante 33 años, mi campo. Allí nací, me crié y pasé gran parte de mi vida. No sería el que soy sin todo lo que me aportó el vivir al aire libre durante seis meses al año.

Mi casa de campo linda con la carretera de Alicante y la famosa destilería SYS. Por otro lado de la finca, hacemos pared con el antiguo Club Plata y con un Colegio de personas con necesidades especiales. A espaldas de la casa, estaban los famosos chalets, empezando por el de los Torres Castaño, el de la Señora Rosa y su hijo Santi, el de la familia Antón Torres, Simón Aledo y el último de los chalets( el de la familia Castaño Más). Por esos caminos colindantes aprendí a subir en bicicleta, a jugar al escondite y a ser niño… pero de los niños de antes. De esos que se sumaban a un grupo y acataban las normas, de esos niños que corrían y jugaban al pilla pilla y no estaban todo el día enganchados a una pantalla.

En las famosas bicicletas de BH y Orbea hacíamos excursiones, visitábamos la balsa o íbamos a la vía del tren. Estabas todo el día fuera de casa, llegabas para comer y poco más. Nos obligaban a hacer la siesta pero nos negábamos porque queríamos ver el Coche Fantástico, el Equipo A o el Halcón Callejero.

Las primeras amistades, las de la infancia, son las que perduran y te dejan un grato recuerdo. Me crié con ellos, di mis primeros pasos con ellos, aprendí a reír y a llorar, experimenté todo lo que un niño puede hacer a esas edades. Trepé, escalé, corrí, soñé, construí cabañas y di mis primeras patadas a un balón de fútbol. Todo por primera vez, todo aquella vez, todo en aquel sitio. No era un niño malo, al menos eso creo, pero recibí mis primeros castigos y reprimendas y eso me hizo crecer como persona. Cómo olvidar a los hermanos Torres ( Pepe, Luis , Antonio y Andrés), sin ellos no hubiera aprendido a nadar en su piscina ni hubiese saboreado los famosos palotes y los chicles Cheiw. De Juan y María Antón también tengo recuerdos, en su casa teníamos otro punto de encuentro en El Patio, un lugar donde había música y hacíamos fiestas de disfraces.

Jorge y Ana Castaño vivían en el último chalet, allí tenían una escultura muy grande del Sagrado Corazón de Jesús, siempre me produjo una enorme paz y respeto. Cómo olvidar la casa de la familia Aledo( Rafa, Simón y Ana ), allí comíamos piñones de sus pinos, las peritas de San Juan y veíamos el gimnasio en el que Rafa tanto le daba al saco. Todos entrábamos en las casas sin avisar, sin tocar un timbre, como el que entra a su propia casa con toda la naturalidad del mundo. De la Señora Rosa recuerdo sus preciosos rosales y a su hijo Santi que nos decía a dónde íbamos y que teníamos dientes de papel, aún recuerdo su mirada y su bonita inocencia.

Otros grandes amigos y vecinos eran Arturo y  Maria José Ballester, vivían más allá de la balsa donde íbamos a cazar ranas. Tenían una casa que era como un castillo, al menos así lo recuerdo. Con ellos hicimos mucha vida juntos ya que nuestros padres eran grandes amigos. Con el tiempo he sabido que esa casa perteneció a un alcalde y fabricante de Elche, Vicente Sansano Fenoll.

Cuando abrí los ojos por primera vez ya los recuerdo en casa, ya los recuerdo en mi vida. Son mis primos Rubén y Jessica Serrano, hijos de mis tíos Vicente y Loli. Son los hermanos que uno elige, protectores y confidentes. Con ellos viví los que son, sin duda, los mejores años de mi vida. Este campo y este hogar no hubiese sido lo mismo sin su presencia.

Y sí, nací aquí, pero como bien sabéis no soy hijo único. Estuve siempre acompañado por mis hermanos de sangre, Alejandro y Cristina como mis hermanos mayores y referentes, y por mi hermana Clara, la última en llegar, es por ello que siempre me sentí como una especie de protector y de hermano mayor para ella. Mis padres lo hicieron muy bien al tener cuatro hijos, dos niños y dos niñas… nunca nos aburríamos en el campo. Las primeras risas, los primeros juegos, las primeras picaduras de avispas que las aliviábamos con tierra mojada, los primeros encontronazos y tirones de pelo, los primeros besos y abrazos, los primeros secretos y travesuras; eran, en definitiva, aquellos que convivían conmigo las veinticuatro horas del día en eso que llamábamos hogar. Y sobrevivieron al intento.

Mientras escribo esta reseña, mi prima Ana Guillén(otra gran disfrutona del campo) me dice que “ la ausencia es algo que duele” y creo que es algo muy cierto. Por los que ya no están entre nosotros. Mi tío Vicente disfrutó mucho del campo( “Quiero vivir en el campo y sentir el cosquilleo que producen los insectos al meterse entre los dedos, al campo, al campo…. Al campo quiero ir para poder vivir, al campo, campo, al campo, al campo”).

Mi abuela Asunción Guillén Amorós pasó sus últimos años en el campo, dormíamos juntos, yo era su acompañante de habitación. Era el alma y el encanto de ese campo, de su campo. Cuidábamos de ella, le cantaba el Misteri y le ponía canciones de Fil i Cotó.  Recuerdo las visitas a la ermita del Perpetuo Socorro y como con el tiempo venían a casa a darle la comunión. Fueron unos años en los que se olvidó de su pasado, de ella aprendí que el mayor desafío no es olvidar, sino aprender a vivir con las ausencias. Le borraron los recuerdos pero ahí estábamos nosotros para que no olvidara el amor constante que le teníamos.

Quiero volver a hablar de mi campo, de la faeneta, ubicada en la partida rural de Jubalcoy. Fue el punto de encuentro de familiares y amigos, la casa siempre estaba abierta y llena de gente. Por mi campo no pasaron ni Amilcar Barca ni César Augusto pero sí “infinidad de personajes que están en otro planeta”, como decía el bueno de Sixto Marco, por cierto, gran amigo de la familia. Me encantaba ver mi campo lleno de gente y la mesa llena. Los aperitivos, el cous cous de mi madre, el arroz y conejo de mi tía Loli, las sardinadas y chuletadas que hacíamos en la barbacoa, solo el pensarlo me traslada a tiempos pretéritos. Cómo olvidar esos sabores en mi paladar y ese olor a romero, laurel, canela y el all i olí con el mortero de mi madre( y su famoso “iros que se me corta y si tienes la regla, sal de la cocina”)

Mi campo tiene cerca de diez mil metros cuadrados, lo equivalente a ocho tahullas. Se construyó a finales del siglo XIX y fue reformado en los años 60 del siglo XX. Es la típica casa del camp d’Elx, con su porchada con cuatro pilares y su techumbre a dos aguas. Entre sus pilares se esconde parte de nuestra historia  ya que en ellos hay grafitis de antiguos familiares, datan de principios del siglo XX. En su interior, dispone de techos muy altos rematados por grandes vigas. Tiene cuatro habitaciones, salón comedor, cocina y baño. La vivienda linda con una segunda casa que era donde vivían los caseros. Allí vivía todo el año Rosita, su marido y sus hijos. Los llamábamos los Antoñines y la casa pasó a llamarse con el tiempo, casa de Rosita. Años después, esa casa se usó como lugar para guardar las herramientas y vestuario de los hombres de la empresa de mi padre, Paisaje. Entre todos ellos quiero recordar a la mano derecha de mi padre, Joaquín. Era parte integrante del campo, uno más de la familia.

Esta es mi historia, rodeado de los míos, celebrando cumpleaños cada 11 de julio,  invitando a mi primo Jaime y a mi amigo Mariano. Con olor a jazmín, a pólvora por las tracas y cohetes, a paloma y canariet, con el ruido de las fichas de dominó cuando rebotaban sobre la mesa de mármol. Esta es mi vida, con el cumpleaños de mi madre, la comunión de mi primo Rubén, las Bodas de Plata de mis padres, el santo de Cristina y el santo y el cumpleaños de Clara. Con la despedida de soltero de mi hermano en una Roà, con la pedida de mano de mi hermana Clara y los bautizos de sus hijas. Con las visitas a media noche y los ruidos de los cláxones. Este es mi hogar, con mis perros  Bummer, Danko y Nala, la gata Adela, nuestros pollos, periquitos y hámsters. Con la llegada de coches en plena comida porque se habían equivocado, pensando que mi campo era La Masía de Chencho.

Con los coches llenos de mañacos yendo a la Ibense, a la Illice o a la Jijonenca, a por los polos de hielo o el famoso blanco y negro que tanto le gustaba a mi padre. Esos mismos coches nos llevaban a la barraquita de la playa del Altet, allí nos refrescábamos del calor asfixiante con un buen baño mientras disfrutábamos de buenos mariscos y calderos, siempre a la vora del mar y con un Xe que a gust de por medio.

No puedo dejar de nombrar, y ya en plena adolescencia, las acampadas que hacíamos en los bancales, en la serranía ilicitana o en alguna que otra casa. En ellas encendíamos fuego y con toda la ilusión del mundo nos cocinábamos carne y embutido, probábamos los primeros pitillos y bebidas espirituosas y escuchábamos el último éxito musical en los walkman. La noche terminaba con alguna que otra gamberrada, típica de la edad. Grandes momentos los vividos junto a Nacho López,  otro gran vecino.

Aquellos maravillosos años, mientras esperaba la llegada de mis tíos de Córcega, mientras me hacía mayor y aparecían los primeros amores, fueron y serán los años más bonitos de mi vida. Sin mis padres Alejandro y Paquita, nada de todo esto hubiera sido posible, desde aquí quiero darles las gracias por su tiempo y por el sacrificio que tuvieron que hacer. No me ha cabido todo en esta impresión de mi pasado pero ha sido bonito recordarlo. Como bien dijo García Márquez, “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”.

 

 

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