Me gusta pasear por las calles, plazas y avenidas de nuestro pueblo. Aunque lleve cuatro años en mi exilio voluntario en los Arenales del Sol, siempre que voy a la zona centro me apasiona perderme por sus rincones, hablar con sus gentes y disfrutar de un buen paseo, de esos que se hacen sin mirar el reloj y sin fijarme mucho en el dichoso móvil. Saborear un buen café o una buena caña bien tirada me retrotrae a tiempos pretéritos, en el que yendo con mis padres por nuestra querida Glorieta, íbamos al Moka, la Royal, el Marfil,el Florida o el Ribera, este último más allá de la zona de la zapatillera.
De mañaco oía mucho que la mejor Universidad eran las calles y sus bares, y creo que no andaban muy desencaminados aquellos que me lo contaban, viendo cómo se encuentra hoy en día el panorama universitario y el nivel intelectual y cultural de muchos de nuestros jóvenes, comentario éste con conocimiento de causa al pasar muchas horas a lo largo de la semana en las aulas y pasillos de un instituto, y de parlamentar con aquellos que nos pagarán las pensiones futuras.
Para no irme del tema que quería tratar en el día de hoy, dentro de la sección Impresiones del Pasado, vuelvo a las calles de nuestros mayores. Esas que tenían adoquines, aún recuerdo el ruido cuando íbamos en el coche, era toda una atracción para los más jóvenes. Y cuando llegaba la Semana de Pasión y estas travesías, correderas y callejones, se llenaban de cera de los cirios, el resbalarte o el escuchar el chirriar de las ruedas de los vehículos, eran una constante que amenizaba las tertulias de los cafés.
¿ Y rotular una calle a nombre de alguien? A punto de cumplir nueve lustros de vida y cansado de las fichas rojas y azules, que parecemos el Parchís, me indigna ver cómo se cambian los nombres de las callejuelas en función de los intereses de unos u otros. Tengo entendido y esto es una creencia no contrastada, que en el callejero de la ciudad condal aún no tienen una avenida con los nombres de Salvador Dalí ni Monserrat Caballé. Que personas que hayan dado a conocer el nombre de ELCHE, que con su vida y obra han derramado su ilicitanismo allende los mares y que por su ideología hayan sido eliminados u olvidados de nuestro callejero, parece ridículo, grotesco y de poca dignidad moral.
Hay una retahíla de ellos, naturales o no de la población, pero hoy me gustaría acercar al lector la figura de Ramón Jaén Fuentes. Ramonico, que es como lo llamaban los más allegados, nació en la ciudad de las palmeras un 30 de abril de 1883, en pleno reinado de Alfonso XII. Realizó sus estudios elementales en la población, se licenció y se doctoró en Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid. Colaboró muy asiduamente en la prensa ilicitana ( Gente Nueva, La Semana, Trabajo, La Defensa y Nueva Illice). Fue Oficial Mayor del Muy Ilustre Ayuntamiento de Elche( aún no Excmo.) y Auxiliar del Instituto de Reformas Sociales. Entre sus obras literarias destacan Roberto Owen, La Oración del Huerto y L’Almanguenà.
Con apenas treinta y dos años, marchó a EEUU y fue profesor de Lengua y Literatura Castellana en la Academia Militar de West Point en Nueva York. A continuación se trasladó a San Francisco, en la Universidad de Berkeley llegó a ser Catedrático. Es allí donde le sorprendió la muerte, todos los rotativos de nuestra población se hicieron eco del dramático suceso y ocupó las portadas de muchos de ellos. Fallecía un veintiseis de marzo de 1919, la parca interrumpió su prometedora carrera y no pudimos ver en su máximo apogeo al gran escritor, abogado y profesor.
Se le puso una calle( actual Mayor del Llano) como reconocimiento a su legado y memoria. ¿Podríamos solicitar a nuestras autoridades competentes que se le volviera a poner en valor, renombrando con Ramón Jaén a la actual Major del Pla? Ya lo decía San Agustín, “es de bien nacidos ser agradecidos”. Un pueblo que no cuida de sus hijos no es digno de tal mención.
