El otro día, caminando por la zona del Toscar, me crucé con el Colegio López Orozco. Y me entró la curiosidad: ¿quién fue este hombre para que un cole lleve su nombre? Lo típico que siempre te preguntas al pasar y que casi nunca investigas. Esta vez no lo dejé pasar y empecé a tirar del hilo. Lo que encontré fue la historia de un ilicitano que vivió intensamente el siglo XX y cuya huella sigue muy presente.
Julio María López Orozco nació en Elche en 1885 y, tras estudiar Medicina en Valencia, regresó a su ciudad para abrir consulta. Muy pronto se ganó fama de médico cercano, de esos que escuchan al paciente y no solo recetan. En su clínica de la Corredera fijó un día a la semana en el que atendía gratis y, cuando veía que alguien no tenía ni para medicinas, dejaba dinero escondido bajo la almohada. Por eso se le recuerda como “el médico de los pobres”. Ese compromiso social lo convirtió en uno de los personajes más queridos de la ciudad.
Pero Orozco no se conformó con la bata blanca. También se implicó en la vida pública. Fue presidente de la Alianza Republicana en Elche y en 1931 llegó a Madrid como diputado en las Cortes Constituyentes. Aquellos años fueron de efervescencia: se inauguró el Instituto de Enseñanza Media, se declaró Monumento Nacional el Misteri y se aprobó la primera ley de protección del Palmeral. No es exagerado decir que López Orozco tuvo un papel decisivo en que Elche viviera una de sus etapas más fecundas.
Su historia, sin embargo, dio un giro radical con el estallido de la Guerra Civil y la llegada de la dictadura franquista. Por su militancia republicana y su pertenencia a la masonería fue perseguido con dureza. Pasó por juicios, destierros, multas y prisiones. Fue encarcelado en Alicante, Madrid y Burgos y condenado por masonería a una larga reclusión que, gracias a gestiones y apoyos, quedó reducida. Cuando finalmente pudo volver a ejercer como médico, lo hizo bajo fuertes restricciones, limitado al término municipal de Elche y siempre bajo la sombra de la represión.
A pesar de tantos obstáculos, siguió ejerciendo con la misma vocación de servicio con la que había empezado. Curaba sin mirar la ideología ni el bolsillo de sus pacientes, y eso fue lo que lo mantuvo vivo en la memoria colectiva. Cuando murió en 1970, a los 85 años, su entierro se convirtió en un acto multitudinario. Los ilicitanos que lo habían conocido acudieron en masa para despedirlo. La corporación franquista no apareció, pero la gente llenó las calles en un homenaje silencioso y contundente.
Hoy, más de medio siglo después, su nombre da vida a un colegio, unos jardines y un monumento en su ciudad natal. Y lo que comenzó como una simple curiosidad en un paseo por el Toscar terminó revelando una certeza: en Elche hubo un médico que nunca dejó de serlo, incluso cuando intentaron borrarlo de la historia.