David y Rosa se conocieron en su primer año de Ciencias Políticas en la Universidad de Elche. Desde el primer día se hicieron inseparables, compartiendo clases, estudio y confidencias. A medida que pasaba el tiempo, su amistad se volvía más fuerte y los sentimientos de David por Rosa comenzaron a crecer de una manera diferente.
Rosa era una chica decidida y libre. Había terminado una relación y no tenía intención de embarcarse en otra. David era un joven sensible, sin previa experiencia en el amor, cosa que a Rosa le parecía especial y entrañable.
La vida que ambos compartían no se ceñía únicamente a estudiar, los jueves disfrutaban de las fiestas universitarias. Durante el último trimestre, Rosa empezó a mirar a David con una mezcla de ternura y deseo. Él percibía el acercamiento de su querida compañera, pero, a pesar de que se sentía enamorado de la chica, se abstuvo de dar un paso adelante; las inseguridades de esa edad, no quería estropear su relación con Rosa.
Una noche, después de una intensa sesión de música pop, risas y algo de garrafón, sin que él lo viera venir, ella se lanzó. Sus labios se encontraron en un beso lleno de curiosidad. Las manos de Rosa comenzaron a explorar el cuerpo de David que, cohibido, la detuvo.
—Aquí hay mucha gente… —se excusó torpemente el chico.
—¡Vale! —respondió ella con un brillo travieso en sus ojos—. ¿Dónde vamos? Quiero que me hagas el amor… —susurró Rosa al oído de David sorteando el estridente sonido musical de la tasca.
La petición inesperada de la que hasta ahora era su gran amiga, detuvo la respiración de David. Sintió un vuelco en el estómago tan intenso que lo achicó. Y, sin apenas meditarlo, le contestó:
—No puedo, Rosa…
—¿Por qué? —preguntó ella encogiéndose de hombros.
—Porque te quiero —afirmó con sinceridad—. Creo que te quiero de verdad. Y no sé si es lo mismo que sientes tú por mí…
Rosa lo observó con sorpresa y admiración. El ruidoso entorno no les permitía hablar con tranquilidad y detalle.
—¡Ven! ¡Vamos afuera! —gritó ella vocalizando.
Salieron del local y se sentaron en la acerca. Ella lo observaba con condescendencia, él miraba al suelo.
—David, me conoces. No quiero renunciar a mi libertad. He tenido novio cuatro años, ¡desde los catorce! —exclamó—. Soy demasiado joven para emparejarme de nuevo. ¿No crees?
—Sí, te entiendo. Pero yo quiero experimentar mi primera vez con una mujer que me ame… —contestó él avergonzado, sin levantar la mirada.
Rosa se levantó y se sentó en el suelo, frente a él. Le tomó las manos y alzándole la barbilla, con delicadeza, lo forzó a subir la vista.
—Entonces, será mejor que dejemos las cosas como están. El cariño que te tengo es más fuerte que el rato de placer que te proponía. No voy a hacerte sufrir…
Ambos amigos se fundieron en un abrazo, compartiendo un momento de intimidad y comprensión. A pesar de su juventud, contaban con la madurez suficiente como para entender que estaban en niveles existenciales diferentes. Y, a pesar de que deseaban seguir adelante con su bonita amistad, fue inevitable que se generara un distanciamiento prudente entre ellos. Estudiaban y salían junto a otras personas de la misma clase, en grupo. Evitaban estar a solas.
Pasaron los años, acabaron sus licenciaturas y David y Rosa se perdieron la pista. Ella se marchó al extranjero y él encontró un buen trabajo en Elche. Pero el destino es caprichoso y los hizo coincidir en un encuentro de antiguos alumnos donde la gente se saludaba, se abrazaba y se ponía al día en cuanto a acontecimientos y noticias sobre su vida personal y profesional.
Rosa seguía sin pareja, centrada en su trabajo. David había cambiado, ya no era el joven tímido e inexperto que Rosa recordaba. Tras una cena muy especial y, con algunas copas en el cuerpo, la excitación de reencontrarse provocó que ambos estuvieran preparados para dar rienda suelta a los sentimientos enterrados años atrás.
David se ausentó excusándose por tener que cumplir con un compromiso y prometió a Rosa regresar a la fiesta. Así lo hizo. David propuso a su ex amiga pasar juntos el resto de la noche y ella, que no tenía ningún compromiso, aceptó embriagada por el morbo de la situación.
—No te asustes… —dijo David cuando la llevó paseando hasta la entrada de un conocido hotel de la ciudad.
—¿Yo? ¿De qué me podría asustar? —contestó riendo.
Pidió su reserva en la recepción y, cómplices, llegaron a una lujosa habitación. Al entrar, Rosa se maravilló. La habitación estaba llena de velas, sobre la cama descansaban pétalos de rosa y una cubitera con una botella de cava y unas fresas con chocolate les daban la bienvenida. Entendió que ese había sido el motivo de la ausencia de David durante la fiesta: organizar la cita.
Rosa miró a David con una amplia sonrisa en la boca y él empezó a besarla con intensidad. No hubo tiempo para delicadas caricias, ni reproches, ni miramientos. Les sobraba hasta la piel, cuando se arrancaron la ropa. Sus cuerpos, anhelantes de deseo, danzaron a un ritmo constante de pasión y desenfreno. David se mostró como un amante experto, dejando a un lado los prejuicios limitantes del pasado. Rosa, desplegando su sensualidad femenina, se dejó sorprender por el hombre que ataño consideró un niño. Y sus sentimientos, ávidos de gozo sexual, aceleraron el ritmo en movimientos de locura y enajenación cuando ambos saborearon el orgasmo de sus vidas.
Descansaron, ella sobre el pecho de él. A los poco minutos, David rompió el glorioso silencio:
—Rosa, quiero que sepas que ahora mismo tengo pareja… —confesó él—. Nos casamos en septiembre.
—¿Acaso te he preguntado yo algo? —exclamó ella aún exhausta—. Tendremos que despedirnos entonces…
Esta vez Rosa tomó el control colocándose encima de David. Ahora llegaron las caricias y los besos que tantas veces ella había deseado durante los años universitarios, y que él había evitado otorgarle por no considerarse digno de su amor. Él lamió con su lengua caliente los recovecos que su amante le ofrecía, ayudándola a tocar el cielo con la yema de sus dedos. Ella recorrió con sus labios jugosos las zonas íntimas de su amigo, regalándole una despedida digna de conservar en el recuerdo de ambos.
Se dijeron “adiós” y, aceptando los devaneos del destino, siguieron con sus vidas.
Susi Rosa Egea
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