OPINIÓN

EL SWING DE LA VIDA


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Susi Rosa Egea
08 de marzo de 2025 - 02:04

La decisión de Pepe y de Juana de abrir su relación, de intentar tener sexo con otras personas ajenas a su círculo, había resultado un fracaso. Sin embargo, Pepe y Juana necesitaban encarecidamente romper con la rutina de su matrimonio, con el aburrimiento en su unión de más de veinte años.

«Intercambio de parejas». La idea había comenzado como una broma, algo que uno decía con el tono ligero de quien no espera ser tomado en serio. Pero la curiosidad mutua pronto se convirtió en una conversación real. De nuevo, pactaron límites, se confesaron deseos y trataron sus miedos. Se prometieron que irían adelante solo si ambos estaban cómodos; la prioridad sería siempre su relación.

Buscaron en internet, consultaron a algunas personas desconocidas en las redes sociales y, al fin, dieron con un lugar de citas en pareja. Solicitaron su admisión y su fantasía se materializó en el sábado noche que tanto habían perseguido.

Siguiendo las instrucciones de los organizadores, se presentaron en el lugar indicado, a la hora propuesta, en una clandestina morada de Elche Capital, de la que solo diré que quedaba escondida tras altos cipreses —como un secreto bien guardado—, en un vecindario demasiado tranquilo para algo tan extraordinario. Allí, al cruzar la puerta, el aire olía a una variedad de perfumes caros y velas aromáticas. Una tenue iluminación, con lámparas de cristal ahumado y cirios estratégicamente dispuestos, bañaba el espacio con tonos cálidos. Los suelos de madera oscura y los muebles minimalistas creaban una mezcla de sofisticación y comodidad, como si el lugar estuviera diseñado para relajar tanto el cuerpo como la mente. En el centro de la sala principal, un bar circular de mármol negro se erguía como el punto de encuentro donde un discreto barman servía cócteles, mientras las conversaciones flotaban en el aire como notas musicales. En aquel lugar, todo cautivaba los sentidos e invitaba a las personas a dejar atrás los roles de la vida cotidiana para explorar un lado más audaz, más auténtico, más apasionado. Allí, las reglas del mundo exterior quedaban suspendidas. Allí, lo que importaba era la honestidad, el consentimiento y el deseo atrevido. Allí, las parejas iban a compartir complicidad, sensualidad, placeres.

Tras entonarse un poco con un delicioso cóctel, Pepe y Juana pasaron a un salón amplio, más erótico, con una pared de espejos y una iluminación que cambiaba lentamente de un tono a otro, como si el espacio respirara, cuidadosamente pensado para generar un equilibrio entre el misterio y la apertura. Nadie hacía preguntas incómodas, y cada gesto, mirada o acercamiento parecía regirse por un código tácito de respeto y aprobación. En ese lugar, la sensualidad no era un acto, sino el lenguaje que todos hablaban, algunos con timidez, otros con fluidez. En aquel escenario de piel y secretos compartidos, el amor se entendía no como un contrato inquebrantable, sino como una elección constante, una danza entre la libertad y el compromiso.

Al sentarse en el gran sofá circular del centro de la sala, donde gente semidesnuda se toqueteaba entre risitas, se sintieron como actores en un papel que apenas empezaban a ensayar. La anfitriona de la casa los recibió con una sonrisa que no juzgaba, sino que acogía. Vestida con un corpiño negro que abrazaba su figura con la misma confianza con la que se movía por el gran sofá, aquella directora de lujuria susurró un «relajaos, sentíos como en casa», sonriendo con los ojos.

Con el paso de los minutos, las máscaras comenzaron a caer —no literalmente, aunque algunas parejas jugaban con el simbolismo de preciosos antifaces, sino más bien en la forma en la que las sonrisas tímidas se transformaban en carcajadas genuinas—. Para Pepe, aquello era una mezcla de adrenalina y vulnerabilidad. Ver a Juana, su mujer, reír con otro hombre, observarla cruzando miradas cómplices que no incluían las suyas, fue un recordatorio de que el amor no siempre tenía que ser una posesión exclusiva. Para Juana, la experiencia se sentía como un redescubrimiento de sí misma, una reafirmación de que podía ser deseada, admirada, y seguir eligiendo a Pepe, su marido, al final de la noche. No se trató de tener sexo con otros hombres y otras mujeres, a sabiendas de su marido y de su mujer, sino de sentirse acariciados por delicadas manos anónimas, conquistados por jugosas lenguas de desconocidos, invadida por potentes virilidades extrañas —en el caso de Juana— o penetrando deliciosos cuerpos femeninos nuevos —en el caso de Pepe—. El morbo y la satisfacción traspasó a ambos sobremanera.

La experiencia no fue perfecta, existieron dudas, momentos en los que la mente corría más rápido que el corazón. Pero también había algo liberador en la transparencia, en la insinuación, en el cortejo y en la valentía de llegar hasta el final, de mutuo acuerdo, según lo pactado.

Al salir de aquel templo del placer, la noche fría los recibió como una ducha de realidad. Caminaban juntos, en silencio, todavía digiriendo lo vivido. Y aunque ninguno tenía las palabras precisas para describirlo, ambos sabían que algo había cambiado. No era una ruptura, sino un reacomodo, un espacio nuevo en su relación, en su supervivencia juntos.

 

Susi Rosa Egea

Escritora, 5ª Finalista Premio Planeta de Novela 2024

www.susirosa.es

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