Cansada. Cansada de estar sola. ¿Por qué era ella la única solterona de siempre? ¿Por qué su físico, su cara, su personalidad… eran tan poco agraciadas? A sus cuarenta y cuatro años estaba claro que llegaba tarde para encontrarse con la maternidad, pero, ¿podría al menos conseguir pareja? ¿Alguien con quien compartir el resto de su vida? ¿Tan difícil le era al universo encontrarle a un roto para su descosido corazón?
Nunca se atrevió a descargar aplicaciones para ligar. Le parecía un despropósito el simple hecho de tener que fotografiarse con cara de ilusión. Sin embargo, esa nueva moda que estaba oyendo en la tele, la de conocer a gente en el supermercado de tu propio barrio, no le resultaba ni tan mala idea. No tenía nada que perder.
Así que allí se plantó, a las siete de la tarde, recién duchada y ligeramente maquillada, aparentando la feminidad que no sentía. «¡La piña!», lo primero que le vino a la cabeza. Y fue directa a echar la famosa fruta —que, según las reglas del juego, predisponía al amor— en el carrito de la compra. Y, de ahí, corriendo al pasillo de las bebidas, con su mejor sonrisa.
¡Maldición! El pasillo de las bebidas estaba hasta la bandera de gente de todo tipo… ¿Habría entendido mal las instrucciones?
—¡Uy! ¡Perdona! —se disculpó un muchacho que acababa de chocar contra ella.
Se sonrojó. «¡Que no, que no! Que lo que se tienen que chocar son los carritos de la compra, no las personas…», se dijo a sí misma al tiempo que volvía a respirar. Y no hubiera sido real, porque el muchacho, en cuestión, parecía un auténtico vigilante de la playa y era imposible que se hubiese fijado en una mujer como ella.
Siguió caminando con tranquilidad, pasillo adelante. No miraba a las personas, sino al contenido de los carros que se cruzaban en su camino. «¿Lechuga? Relaciones breves, no me interesan». «¿Preservativos? Tampoco quiero un simple rollo de una noche… ¡Y menos siendo virgen!». «¿Colonia Nenuco? ¡Uy! Ese sí que viene a su compra semanal…», se iba diciendo conforme avanzaba.
Entonces lo vio. Una cesta-carro, como la suya, con legumbres, un melón, sus galletas de chocolate preferidas y… ¡Maquinillas de afeitar y desodorante! «¡Va a ser el ideal!». Se armó de valor y subió poco a poco la vista para descubrir quién podría ser el dueño del carrito con la piña del revés. Un chico latino, sospechaba que algo más joven que ella y un palmo más bajito también. Entradito en carnes y con una preciosa cabellera negro azabache, ojeaba entre los vinos blancos sin saber qué escoger.
Ella estaba tan concentrada observándolo que olvidó detener su carrito de la compra cuando este chocó contra el carro parado del chico. De nuevo, su cara colorada como un tomate.
Él se giró sorprendido. Se recolocó las gafas de más de ocho dioptrías y se atusó el pelo escaneándola de arriba a abajo. Se volvió de nuevo hacia la estantería, sin mostrar el más mínimo interés por ella.
«¡Esto es una tontería! ¡No sé qué hago aquí!», se dijo girando el carrito para escapar pitando de la situación. Compró sus cosas habituales, con la normalidad de siempre y, cuando hacía cola para pagar…
—Perdona… —tras ella, llamó su atención una voz masculina y elegante— ¿Lo imaginé yo? ¿O me chocaste antes… ?
Ella se volvió para ver al chico latino de frente, con su metro sesenta, su físico chaparrito, su piel morena, las gafas de culo de vaso y la negra melena que repeinaba nervioso mientras esperaba una respuesta.
—Mmmm… ¡Sí! ¡Sí! —afirmó nerviosa—. Perdona…
Ambos pagaron sus compras. Una botella de vino blanco ocupaba ahora el lugar de la bendita piña. Se dijeron los nombres, se cambiaron los teléfonos y se citaron, esa misma tarde, para conocerse mejor.
Él no le resultaba gran cosa. Ella también era consciente de su poco atractivo, a ojos masculinos. Lo seguro, que ninguno de los dos estaba para perder el tiempo buscando prototipos ideales. Solo querían enamorarse, compartir la vida con otra buena persona, tal como ellos… Ir al cine, ser felices y… ¡¿por qué no?! ¡Perder, al fin, la virginidad!
Susi Rosa Egea