Para un ilicitano como Juan, no iba a ser fácil decidir dónde celebrar su santo, y también su cumpleaños. Tras varios años estudiando y trabajando en el extranjero, acababa de aterrizar en Elche, su querida ciudad natal, con un montón de éxitos profesionales para contar y algún que otro fracaso amoroso.
Sus amigos, los de toda la vida, querían ir a Alicante. Esa idea le chirriaba, Juan prefería disfrutar de su ciudad, la que tanto había añorado durante su exilio juvenil. Como el buen historiador romántico que era, a Juan le apetecía pasear por las engalanadas calles de su barrio, El Raval. Calles, placetas, puertas y terrazas, adornadas con originalidad, lucían esplendorosas ensalzando las huellas culturales acumuladas durante siglos.
Sin duda, este San Juan se percibía especial. Juan sentía que la vibrante ciudad de Elche lo recibía con cariño y celebraba su vuelta regalándole una espectacular súperluna en su cumpleaños, la primera y grandiosa luna llena del verano.
Podrían haber elegido la larga playa del Altet, los senderos que te llevan hasta los Arenales, lo exótico del Carabassí o el toque internacional de la playa de La Marina. Sin embargo, se decantaron por El Postiguet, en Alicante, porque allí sí se podía prender una hoguera donde quemar los disgustos pasados y proyectar el positivismo que todos necesitaban para el futuro.
Y allí se plantaron, frente a una hoguera de guapas alicantinas a las que convencieron de que compartir el fuego con los vecinos ilicitanos era un gesto de cortesía y de buena suerte.
Juan descubrió a Aitana enseguida. Era la única chica que se mantuvo sentada, observando como las lenguas de fuego trepidaban entre los troncos, mientras sus amigas se dejaban embelesar por los chicos de Elche en la negociación sobre la fiesta.
Percibió algo de tristeza en su expresión. El brillo anaranjado de las llamas le iluminaba un rostro serio y pensativo que a Juan le resultó inocente y atractivo. Las ondas de su larga melena castaña caían hasta unos voluptuosos pechos que el bikini recogía. Un pantalón bombacho abrigaba sus piernas y un rosa fucsia tintaba las uñas de unos pies delgados y delicados.
La noche transcurrió según lo previsto: risas, botellón y la alegría de jóvenes que se van conociendo a través de anécdotas y bromas. Y dieron las doce de la noche. La gente allí reunida fue en masa hasta la orilla de la playa para mojar sus pies y pedir un deseo acorde a las necesidades de cada cual. Los amigos de Juan, enjugascados, lo empujaron mar adentro cantándole el cumpleaños feliz. No le quedó otra que darse un baño en las oscuras y atemperadas aguas alicantinas acompasadas por la luz de la inmensa luna estival.
Todos fueron volviendo a las hogueras, tocaba el ritual de la purificación: saltar el fuego, siete veces, sin chamuscarse los pies. Juan se quedó dentro del agua, quería limpiar sus pensamientos, plantearse objetivos tales como dónde establecerse en Elche, a qué instituciones enviar su currículo… Miraba la luna, enfrascado en sus pensamientos, cuando una voz interrumpió su meditación:
—Felicidades… —musitó una voz femenina.
—Gracias, Aitana.
—¿Y eso de que sabes mi nombre?
—Estamos en la misma hoguera, ¿verdad?
Podría haberle dicho que llevaba toda la noche examinando su humor, haberle contado las únicas tres veces que la había visto sonreír y ante qué chistes, o haberle narrado el origen de su nombre, que conocía perfectamente… Pero calló, no dijo nada más. Ambos quedaron en silencio, acompañándose dentro del agua, observando el cielo estrellado y sintiendo el magnetismo de la magnífica luna en la noche mágica de San Juan, ajenos al bullicio que continuaba en la arena.
—Qué frío… —dijo ella.
Y él la cobijó con un abrazo húmedo y cálido. La rodeó por detrás, cubriéndole la espalda con su torso. No se conocían, era extraño cómo encajaba ella entre los brazos de él, y la naturalidad con la que él atendía la solicitud de ella.
—Estoy mal… —confesó Aitana.
—Lo sé. No eres la única.
—¡Joder, qué miedo dais los de Elche! —exclamó girándose para enfrentarse a la sonrisa de Juan.
Y un beso dulce y largo provocó la inmediata excitación de Juan. Aitana rodeó la cintura de él con sus piernas y continuó besándole el cuello. Juan la agarró del culo y, sin reservas, permitió que la pasión del momento fluyera. La boca de Aitana sabía dulce y su pelo y su piel desprendían un sensual olor a coco.
—Por favor, hazme el amor. Lo necesito… —susurró mordisqueando el lóbulo de su oreja, al tiempo que apartaba la braguita brasileña de su bikini.
Juan bajó su bermuda, dirigió su miembro hacia la cueva del deseo y allí, protegidos por la negrura teñida de oro y estrellas, una alicantina y un ilicitano se gozaron la noche más corta del año.
Regresaron a la fiesta sin mediar palabra, con miradas cómplices y sonrisas silenciosas. Al acabar la noche, los demás se despidieron entre besos y abrazos, con la promesa de reencontrase, en el mismo lugar, el siguiente San Juan.
Aitana dio dos besos a Juan, que reposó su mano sobre la cintura de ella, aquella fina cintura que unas horas antes había agarrado con fuerza, con ambas manos, mientras invadía su caliente y delicioso interior. En el segundo beso, ella se detuvo para murmurarle unas palabras al oído: «quiero repetir».
Él se sonrojó. Demasiados retos por delante: su regreso a Elche, buscando un sitio donde vivir, sin trabajo… No tenía previsto enamorarse. ¡Y mucho menos de una alicantina! Ella le cogió la mano depositándole un papel que él guardó disimuladamente en su mochila.
Se sabe que el destino es caprichoso y, en ocasiones, no te permite elegir. Anoche, en la noche de San Juan, quiso el universo que varias parejas iniciaran una maravillosa historia de amor. De Elche o Alicante, ¡qué más da! ¡Dejemos que nos una la magia de San Juan!
Susi Rosa Egea
Escritora