El otro día hablaba con un histórico militante socialista, cuya familia lleva generaciones vinculada al PSOE. Me contaba que cada vez que ponía la televisión o la radio se llevaba un disgusto. Siempre esperaba que, por fin, se terminara la avalancha de noticias sobre corrupción o irregularidades que salpican a su partido. Pero cada día, al encenderla, aparecía una nueva noticia, una decepción aún mayor. Ese es el sentir mayoritario entre muchos votantes socialistas: un sentimiento de frustración que no merecen, pues no se merecen que algunos hayan aprovechado las siglas del PSOE para su beneficio personal, ya sea con mordidas, sobres o a cambio de puestos y poder.
Los últimos escándalos que han sacudido al gobierno de Pedro Sánchez, con las escuchas de la vergüenza, el entorno directo del presidente y la sorprendente rueda de prensa en la que no se asumió ninguna responsabilidad por parte del presidente, evidencian una crisis política profunda que no solo afecta a la gobernabilidad nacional, sino que tendrá consecuencias directas para Elche y toda España. La corrupción vuelve a salir a la luz en su forma más vergonzosa, mostrando cómo un pequeño grupo de personas puede destruir la credibilidad y el esfuerzo de miles de políticos honestos en todo el país.
Pero, más allá de esto, considero que la corrupción más grave es la que se ejerce desde la propia gestión política del Gobierno de Sánchez, ese gobierno que en su día Alfredo Pérez Rubalcaba calificó como “Frankenstein”. Para mí, ha cometido actos mucho más dañinos que cualquier escándalo: el incumplimiento sistemático de la mayoría de las promesas electorales y la entrega de lo público a cambio de permanecer en el poder. Esa corrupción política, basada en el trueque de cargos, apoyos y favores, es aún más perniciosa. Y cuando hablamos de los ciudadanos afectados, no nos referimos solo al votante común, sino a los propios cargos socialistas —concejales, diputados autonómicos y dirigentes— que sufren el desgaste y la desconfianza dentro de sus propias filas.
En Elche y en la Comunitat Valenciana, se vive con gran preocupación, no solo por el impacto que estos casos lamentables de corrupción tienen sobre la gente honrada, sino también por la perspectiva política que se dibuja en el horizonte. Todo apunta a que el presidente Sánchez aguantará en el poder hasta 2027, haciendo coincidir la convocatoria electoral con las autonómicas y locales, un escenario en el que las opciones de victoria para el Partido Socialista son prácticamente nulas. La única salida viable para recuperar la competitividad política del PSOE en Elche y la Comunitat pasa por un adelanto electoral y la celebración de un congreso que nombre a un nuevo secretario general y candidato. Solo así podrían competir con alguna opción real frente a figuras como Pablo Ruz y Carlos Mazón, quien hasta ahora parecía “muerto” políticamente. De no producirse este cambio, los socialistas deberán prepararse para que tanto Ruz como el candidato que designe el PP para la Comunitat Valenciana se mantengan en el poder durante años.
La corrupción no solo roba recursos, sino que destruye la confianza necesaria para que la ciudadanía crea en sus representantes. Es fundamental también subrayar que la corrupción política no solo se mide en comisiones o sobornos, sino en las promesas incumplidas y en las prioridades que se desvían hacia intereses partidistas y territoriales. Para Elche, esto significa menos oportunidades, menos recursos y más frustración, un coste que pagan todos sus habitantes y no solo los políticos que fallan en sus compromisos.
Esperamos que el PSOE de Elche y el de la Comunitat Valenciana puedan competir en igualdad de condiciones, manteniendo un sano espíritu democrático que permita que ambos sigan desarrollando su labor, unos gobernando y otros fiscalizando, para que al final sean los ciudadanos quienes decidan con su voto si esas políticas son buenas o no. Que ambos partidos se enfrenten en igualdad, con la ambición legítima de gobernar, ya sea el PSOE de Elche o el de la Comunitat Valenciana, porque solo así se garantiza una verdadera competencia que beneficie a la sociedad y fortalezca la democracia.
Y para ello, en política, la única forma de pedir perdón no es con palabras vacías ni promesas efímeras, sino dimitiendo; un verbo que, irónicamente, suena tan ajeno y contundente como si fuera ruso, pero no un ruso cualquiera, sino un ruso que firmaría el mismísimo Putin.