El reciente aumento del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) ha reabierto el debate entre quienes lo defienden como un avance social y quienes advierten de sus efectos negativos en la economía. Es innegable que garantizar salarios dignos es clave para una sociedad más próspera y equitativa, pero imponer aumentos por decreto, sin considerar su impacto real en el tejido productivo, puede ser una trampa que termine perjudicando a los mismos trabajadores que se pretende proteger.
Muchas personas dependen del salario mínimo para cubrir sus necesidades básicas, y es lógico pensar que un aumento en sus ingresos pueda traducirse en un mayor bienestar y en un impulso al consumo. Sin embargo, la economía no funciona con decretos mágicos. Obligar a las empresas a pagar más sin mejorar la productividad o reducir otras cargas puede traer consecuencias no deseadas: menos empleo, más inflación y un encarecimiento general de la vida.
Las grandes compañías pueden absorber este incremento con relativa facilidad, pero para muchas pequeñas y medianas empresas, que constituyen la base del tejido productivo, la historia es distinta. Con márgenes ajustados y costes crecientes, la subida del SMI se traduce en recortes de plantilla, menos contrataciones y, en algunos casos, el cierre de negocios. Y cuando una empresa cierra, no solo desaparecen puestos de trabajo, sino también oportunidades de crecimiento y emprendimiento.
La pregunta es clara: ¿conocen a algún empresario que monte una empresa para perder dinero? La respuesta es evidente. Ningún negocio puede subsistir si sus costes aumentan sin control, y el salario es uno de los principales. Por lo tanto, lo que no pueda absorber la empresa, lo pagará el consumidor. Subir el salario mínimo sin medidas complementarias solo genera una reacción en cadena: los precios suben, la inflación se dispara y el poder adquisitivo del ciudadano se ve erosionado.
El resultado es que el Estado, lejos de ser el héroe de la historia, se convierte en el gran beneficiado. Con salarios más altos, aunque solo sea sobre el papel, el Gobierno recauda más a través del IRPF, las cotizaciones sociales y el IVA, ya que todo se encarece. Y una vez más, el “pagafantas” de la ecuación es el ciudadano común, el trabajador que lucha cada día por llegar a fin de mes, que ve cómo sus ingresos suben en términos nominales, pero pierden valor real cada vez que va al supermercado, paga el alquiler o reposta gasolina.
¿De verdad ha mejorado la calidad de vida con las subidas del salario mínimo? Que se lo pregunten al que llena la nevera y se encuentra con precios disparados, al que busca vivienda y se enfrenta a alquileres prohibitivos, o al que ve cómo su factura de la luz y del carburante sigue subiendo sin control.
Si el objetivo real fuera mejorar la calidad de vida de los trabajadores, la solución no pasaría por subidas propagandistas del salario mínimo, sino reducir las barreras de los ciudadanos para vivir con dignidad. Un modelo más eficiente sería complementar cualquier subida del SMI con incentivos fiscales. Pero claro, esto significaría recaudar menos, y sin una recaudación desorbitada, ¿cómo se mantendría el control sobre los medios de comunicación, la red clientelar de enchufados y el entramado burocrático que permite al Gobierno de turno seguir manejando todos los hilos? La subida del SMI es solo otro movimiento estratégico para que el Estado siga engordando a costa del esfuerzo de los ciudadanos, los verdaderos “pagafantas” de este sistema.