No era feo. Aunque lo consideraban un tío resultón, Él no tenía pareja. Su soltería se debía básicamente a un problema: no sabía ligar.
De vez en cuando, se le acercaba alguna muchacha graciosa, tratando de cortejarlo, pero eso no iba con Él. Él era un tipo clásico, demasiado romántico para ser cautivado; esas relaciones, en las que la chica daba el paso de la conquista, nunca le habían funcionado.
Harto de su soledad y envalentonado por la madurez de sus cuarenta y tantos, se dispuso a fijar un plan. «¿Qué les podría gustar a las mujeres?», se preguntaba su mente inquieta y aburrida.
Recordó la concurrida cafetería, cerca de su trabajo, en la que almorzaba cada día. Al menos un par de veces a la semana coincidía con una chica que le llamaba la atención. Ella se sentaba sola en la mesa de la esquina, enchufaba su portátil, se colocaba sus gafas y pedía un café con leche. Sus miradas habían coincidido en algunas ocasiones. «¿Qué carajo podría yo decirle?». Cogió una hoja en blanco, un boli, visualizó la escena y escribió:
Maneras de Ligar 2024:
- Perdona que te interrumpa… ¿Sabes qué hora es? Justo a tiempo, la hora en la que vas a conocer al hombre de tu vida…
- Hola. Se te acaba de caer algo. Toma, la oportunidad de conocer el amor verdadero.
- Disculpa que te moleste. ¿Me podrías confirmar dónde estamos? ¡Pues es el lugar en el que me has robado el corazón!
«¿Será todo esto demasiado cursi para las mujeres de ahora?», se flagelaba.
Ella era una mujer de ahora con personalidad de antes. Ese era el motivo principal por el cual no encontraba a su media naranja. La mayoría de los hombres, a los que daba una oportunidad, buscaban amor rápido, sexo en la primera cita. A Ella le gustaba la galantería, el romanticismo y el juego sensual, erótico, antes de entregarse en cuerpo y alma.
Había un chico atractivo, en aquella cafetería, que la motivaba a regresar allí sus días de teletrabajo. Camuflada tras la pantalla de su ordenador, se colocaba las gafas para poder observarlo bien. Le gustaba su físico, le encantaba la sencillez y elegancia con la que vestía, lo bien afeitado que iba, la educación con la que trataba a los camareros… Sin embargo, se sentía incapaz de dirigirse a él. Qué decirle: no sabía cómo hacerse notar, no veía apropiado insinuarse… esas cosas no iban con Ella.
Otro martes en la cafetería de siempre. Él la vio llegar y ocupar su mesa de siempre. Se miraron unos segundos, se saludaron con un leve gesto de cabeza. Él pensaba y repensaba de qué manera acercarse a hablar con Ella.
Ella, en su ritual, escrutando sus movimientos hasta que se Él se marchaba. Pero aquel día, Él no se iba. Allí estaba, como nervioso, volviéndose, desde la barra, de tanto en tanto, para mirarla y dedicarle una sonrisa cuando sus miradas coincidían. Ella debía de regresar a su casa, en quince minutos tenía una videollamada con su jefa… Se levantó, recogió el portátil y se acercó a la barra para pagar su café con leche. Estaban tan cerca que Ella pudo respirar el aroma que Él desprendía. Se les erizó la piel.
Entregó un billete, recibió el cambio que guardó apresurada en el bolsillo, y soltó un tímido «Adiós», mirándolo a él. Tuvo la sensación de que no volverían a coincidir, de que estaba dejando ir al posible amor de su vida. Sin poder remediarlo, su cobardía la dirigió hacia la salida.
—¡Perdona! —oyó tras ella mientras alcanzaba la calle—. Te han cobrado también mi café —mintió, él—. No llevo suelto. Si te parece, dame tu móvil y te hago un bizum…
La sonrisa de aquel chico guapo iluminaba toda su cara, radiando luz hasta el infinito y más allá. Le costó unos segundos reaccionar.
—Apunta: seis cuatro cinco…
Y Ella se marchó esperanzada, ilusionada, deseando ver el bizum en su pantalla, y que trajera el teléfono del hombre con encanto para, al menos, enviarle un mensaje de «Gracias».
Susi Rosa Egea
Escritora, 5ª Finalista Premio Planeta de Novela 2024
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