OPINIÓN

Orgullo

30 de junio de 2024 - 00:25
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Se sentía diferente, diferente a lo socialmente admitido. Estaba claro que no era una mujer convencional. Desde que rompió con Paco, después de quince años de relación, no había vuelto a tener pareja. Él, Paco, su novio de toda la vida, formaba parte de sus recuerdos desde la adolescencia hasta la madurez. Las primeras decisiones importantes, sus únicas experiencias sexuales y la ruptura definitiva quedarían en su memoria para siempre. Solo recuerdos.

Lo de Paco fue eso, una experiencia. Nadie se esperaba que a sus treinta y seis, en lugar de anunciar su boda con Paco, confesara que su relación había terminado porque ninguno de los dos estaba siendo feliz, feliz en plenitud.

Ya se acercaba a los cuarenta: mujer con estudios, con un buen trabajo en el ayuntamiento de Elche, sin pareja, sin hijos… Todo un poco raro. En su familia, le repetían las mismas preguntas: «¿Has conocido a alguien?», «¿Cuándo vas a presentarnos a tu nuevo novio?», «¿Es que no vas rehacer tu vida?», «¿No piensas casarte y tener hijos?».

¡Y mira que lo intentaba! Pero ni las citas organizadas por sus amigas, ni las salidas con colegas del trabajo, ni esa famosa aplicación para encontrar pareja… ¡Nada le había funcionado! Y es que, quizás, no estaba tan abierta al amor como ella misma creía, como aguardaban los demás. Con el resto de amigas, familiares y demás integrantes de su círculo social inmersos en etapas vitales bien diferentes a la suya, a Ana se la etiquetaba como la solterona inteligente y la mujer solitaria.

Un día, Ana aceptó la invitación para unirse a un conocido grupo de Elche, un colectivo de personas solteras o divorciadas que organizaba un sinfín de actividades lúdicas y deportivas: cenas, excursiones, bailes, citas culturales, viajes, tardeos… Allí conoció a Sonia. Enseguida conectaron por la similitud de vidas que ambas llevaban. Sonia tenía cuarenta y dos, trabajaba en el hospital de Elche y, tras romper una relación de veinte años con su novio, también vivía sola y sin hijos.

Ana y Sonia se veían casi todos los días. Bien con el grupo de singles o solas, las dos mujeres disfrutaban contándose su vida, sus inquietudes, sus sueños y añoranzas. Lo que en un inicio nació como una grata amistad, se fue convirtiendo en una relación de complicidad, mucho cariño y gran compañía.

Aquella tarde, Sonia había invitado a Ana a su casa. Le acababan de recomendar From, una nueva serie de terror, su género favorito, y le apetecía contar con el apoyo de su amiga Ana, por si el nivel de miedo se hacía insoportable.

Ana aceptó sin pensarlo, trayendo con ella una botella del verdejo blanco que tanto les gustaba. Abrieron el vino, brindaron por la suerte de encontrarse y formar una amistad tan bonita y bebieron la copa de un trago. Tras unas risas compartidas, encendieron la tele. Las escenas iniciales del primer capítulo fueron terriblemente impactantes. Sonia se abrazó a su amiga temblando. En ese instante, Ana sintió un vuelco en el estómago. Unas mariposas, que ni sabía que existían, le revolotearon desde su corazón hasta el pubis. Notó que el aroma a canela que desprendía la piel de Sonia, que el roce de su cuerpo, que la calidez tan cercana de su aliento… ¡la excitaban! El ardor que latía en su entrepierna no pasaba desapercibido.

Un montón de dudas, un puñado de razones y unas cuantas inseguridades vinieron a bombardearle la cabeza. Pero Ana, que a sus cuarenta años ya no estaba para perder el tiempo, tomó otra copa de vino y se armó de valor para, en el siguiente abrazo, plantar su cara frente a la de Sonia.

Las dos mujeres, cómodas en el sofá y a la media luz de la tarde de junio, se observaron tan de cerca, con tanta curiosidad, que se detuvo el tiempo. Ya no se oía la tele, el segundero del reloj de la cocina cesó su tictac, y el aire que corría decidió quedarse inmóvil ante la ventana de aquella estancia. La extraña química humana se reformuló para que saltaran chispas entre sus miradas, se prendieran fuegos en sus cuerpos y se les erizara el vello de la piel. Un deseo irrefrenable se hizo presente.

Sonia cogió a Ana de la cara y, sin pensarlo dos veces, ofreció sus labios dulces, anhelantes de amor. Ana los tomó y besó a Sonia como nunca había besado a nadie, ni siquiera a Paco durante aquellos quince años. Entregándose el alma en cada suspiro, en cada roce, en cada gemido, dos mujeres estrenaron un amor completo, hermoso, pleno. Ninguna de las dos sabe por qué razón y de qué manera sus físicos se compenetraron, al igual que su previa amistad, para hacerlas llegar al sumun de la pasión, al éxtasis de un placer jamás imaginado.

No ocultaron su relación. Decidieron comportarse con normalidad, como cualquier pareja, sin dar más explicaciones de las necesarias. ¿Estaba la sociedad ilicitana preparada para aceptarlas?

Durante una jornada laboral, Ana oyó a un jefe preguntarle jocoso a su compañera: «Entonces, ¿cuándo crees que saldrá oficialmente del armario?». «¡¿Y a ti qué coño te importa?! ¡¿Acaso te pregunta alguien con quién te acuestas tú?!», respondió indignada la compañera de Ana.

Ana sintió orgullo, orgullo por su compañera, por cómo había contestado al jefe de ambas. Ana necesitaba estar orgullosa de su gente, de su ciudad, de sus amigos, de la clase política que la representaba, de su familia. Porque se había enamorado de verdad. Porque el amor no se elige, el amor verdadero te encuentra. Porque es importante enamorarse de las personas, y no de los sexos. Porque es digno de orgullo que acabemos con las rancias tradiciones discriminatorias. Porque es inteligente huir de estereotipos, de clasificaciones, de etiquetas impuestas. Porque es de cultura, de empatía y de educación valorar a las personas por su integridad, por su productividad, por su solidaridad… ¡Y no por con quién elijan compartir su intimidad!

Susi Rosa Egea

Escritora