En estos días, tras el desalojo del bloque número 8 de la calle Palombar, en el barrio de San Antón, por riesgo de colapso, me he sentido más frustrado y triste que nunca. He estado acompañando a los vecinos en todo lo que he podido: desde lo humano, lo jurídico y hasta lo psicológico. He intentado ser un puente entre ellos y las administraciones para que, de una vez por todas, sus voces sean escuchadas. Porque, al final, lo único que buscan es una respuesta digna, un reconocimiento de sus derechos y de sus preocupaciones.
Ante toda esta incertidumbre, trasladé mi malestar al Ayuntamiento, a la Conselleria y al Ministerio, las tres administraciones implicadas. Creí que este era el momento de remar en la misma dirección, de no caer en los errores del pasado. No era momento de sacar cuentas ni de repartir culpas: eso solo genera más angustia, más dudas y más dolor en quienes ya lo están perdiendo todo.
Lo que no esperaba era que, en mitad de esta situación tan delicada, aparecieran ciertos personajes que, lejos de aportar soluciones, buscan que les escuchen más allá de sus casas. Me ha tocado leer publicaciones de “poetas” y “salvadores del pueblo” que, entre autocitas y ocurrencias, hablan de rehabilitaciones, de fachadas blancas y otras banalidades que, sinceramente, sobran. En momentos como este, si no vas a ayudar, lo mejor es callar. Pero no: algunos prefieren su minuto de gloria a costa del sufrimiento ajeno. Y eso me desquicia.
Lo que más me indigna, sin embargo, es escuchar hablar de especulación en San Antón. ¿De verdad? Si aquí hubiera interés económico, ¿creen que habrían pasado 20 años sin resolver el problema? Si esto dependiera del afán por ganar dinero, el barrio estaría transformado desde hace décadas. Pero no. La realidad es mucho más compleja.
El verdadero problema, como casi siempre, es el dinero. Porque en este proyecto hay aportaciones del Ministerio, de la Generalitat, del Ayuntamiento —aunque en menor medida— y también, por supuesto, de los propios vecinos. No se puede ser tan ingenuo —o malintencionado— como para reducirlo todo a teorías de especulación.
Decir que hay empresas que se han “adjudicado viviendas” no solo es un error: es una difamación. No hay ni una sola empresa que sea propietaria de una vivienda nueva en el barrio de San Antón. Y señalar a Pimesa como si fuera una empresa privada especuladora demuestra un desconocimiento profundo. Pimesa es una empresa pública. No busca enriquecerse con la desgracia ajena. Hablar de especulación en este contexto no solo es falso: es mezquino. Y demuestra cómo, a veces, el odio al pasado y los prejuicios impiden ver el presente con claridad.
Además, me duele leer en redes sociales preguntas como: “¿Por qué ayudar a San Antón si las viviendas son privadas?”. Lo que muchos no saben —o no quieren saber— es que existen zonas degradadas que pueden declararse como Áreas de Regeneración y Renovación Urbana (ARU). San Antón es una de ellas. La asociación de vecinos logró en su día, tras años de lucha, un convenio histórico que afectaba a 1.065 viviendas, convirtiéndolo en un proyecto modélico y una referencia en toda España. Pero la pedagogía institucional ha sido nula. Durante años, gobiernos de distintos colores han sido incapaces de explicar el alcance de esta iniciativa. Quizá por miedo al “qué dirán”.
San Antón lleva años pidiendo a gritos una intervención real. Por fin, una asociación de vecinos ha recuperado la fuerza para luchar por el barrio. Desde hace tiempo vienen denunciando lo que iba a ocurrir. Y ahora, el drama no es solo tener que dejar atrás una casa llena de recuerdos, sino vivir con el miedo de que esto pueda repetirse en cualquier otro bloque. Por eso, las administraciones tienen que actuar con urgencia. No podemos permitir que esta historia se repita. Hace falta una intervención decidida, con fases mínimas de cuatro edificios por tanda, para que los vecinos no sigan viviendo al borde del abismo.
Y una última reflexión para los que opinan desde la distancia o desde la comodidad de sus certezas: ¿permitirían que una hija suya, un hermano o una madre vivieran en las condiciones que soportan hoy muchos vecinos de San Antón? ¿Qué harían si un familiar querido suyo tuviera que dormir con miedo, sabiendo que su casa puede venirse abajo? ¿Dónde vivirían esas personas durante los meses —o años— que duran las obras? Eso también es parte del problema, y hay que decirlo alto y claro. No se va a consentir nunca la rehabilitación por los vecinos, quizás ellos logren rehabilitar sus cerebros.
Pero regenerar un barrio no es solo levantar ladrillos. San Antón necesita vida. Necesita calles llenas, actividad, oportunidades. Comercios que quieran apostar por el barrio. Gente joven que quiera vivir aquí. Niños que llenen los parques. No basta con construir viviendas nuevas: hace falta recuperar un tejido social que estuvo a punto de desaparecer. Porque en esta vida, todo puede rehabilitarse: un bloque, una calle, incluso un barrio entero. Todo, menos la mentira. Esa, no hay forma de restaurarla.