Me viene muy bien este concepto acuñado a la sombra de la incipiente sociedad moderna que alumbró la industrialización de París en el siglo XIX, para pensar en el presente y el futuro de nuestra ciudad.
En mi anterior artículo “Pasear la ciudad” les hablaba de como nuestra ciudad languidece para convertirse en el Cielo de la tierra, un eslogan muy poético y cargado de una simbología cristiana poco adecuada para una ciudad heredera de muchas culturas.
Como no me gusta quedarme solamente en la opinión, desde la atalaya de la distancia (recuerden que vivo en Madrid desde hace unos años), quería en esta columna ofrecer una visión particular de Elche que se aleja bastante de la visión de un Elche bello pero sin contenido en la que se está convirtiendo nuestra ciudad.
Imaginar el futuro de la ciudad pasa por comprender nuestro pasado, esa historia, valores y cultura que nos han traído hasta el momento en que vivimos. Una historia que es parte fundamental del legado que configura a nuestra ciudad como un lugar de oportunidades sociales y económicas, de valentía a la hora de afrontar los retos, de capacidad para reinventarse y seguir avanzando (estamos diseñados para el progreso). Una ciudadanía que ve en el otro esa imagen de un nosotros mismo que hace de nuestra sociedad un pueblo de acogida y solidaridad (hacia dentro y hacia fuera). En definitiva, una tierra donde sus gentes se sienten orgullosos de sus valores ilicitanos cultivados a lo largo de la historia.
Como no podemos vivir simplemente del orgullo de una tierra como la nuestra, es necesario que, además, seamos capaces de interpretar el presente que vivimos. Lo hemos hecho en el pasado con uno de los primeros planes estratégicos que se realizaron en España. Un ejercicio de escucha y diálogo para afrontar el presente desde nuestros valores pasados, las fortalezas actuales y la creación de nuevas capacidades para liderar los cambios.
Nuestra ciudad, Colonia Augusta, no lleva bien los cesarismos (ya hemos sufrido varios instalados en la Casa Consistorial) sino que aspira a la construcción de una ciudad donde todos somos ilicitanos e ilicitanas.
Una ciudad no se construye a través de la asimilación cultural de unos contra otros ni de una manera de entender el futuro desde la visión iluminada de unos pocos (o de uno solo) que busca la confrontación cultural con fines políticos alejados de la construcción de una ciudad para todas las personas.
Decía Kant que las personas no pueden ser instrumentos sino un fin en sí mismo. Una ciudad ilustrada pasa primero por esto: hacer de las personas el valor fundamental del progreso, el bienestar y la libertad en una sociedad solidaria fundamentada en el contrato de una democracia liberal de un Estado Social y de Derecho.
Seguramente esta columna me ha quedado algo densa, pero sin esta visión ilustrada del futuro de nuestra ciudad, seguiremos el camino de la ocurrencia y la invención del momento que nos aleja de aquello que somos, nos incapacita para afrontar el presente y nos niegue la ilusión de un futuro de progreso para todos.