Hoy parece impensable, casi de ciencia ficción, pero durante buena parte del siglo XX Elche no tuvo hospital público. Una ciudad que ya superaba los cien mil habitantes —y que en lo económico y social iba dando pasos de gigante— seguía dependiendo de Alicante para algo tan básico como una operación, una atención de urgencias o un parto complicado. Viajar hasta el hospital “20-N” era el único recurso para muchas familias, con todas las incomodidades y riesgos que aquello implicaba. Y mientras tanto, las administraciones miraban hacia otro lado. El abandono institucional no es de ahora, viene de muy lejos.
En ese vacío sanitario, el protagonismo lo tomaron los médicos que, con esfuerzo y vocación, levantaron clínicas privadas que funcionaban casi como hospitales improvisados. Una de las más recordadas fue la Clínica Morenilla, oficialmente Sanatorio y Maternidad Nuestra Señora de la Asunción. Su nombre está ligado al de Carlos Morenilla Miranda, un joven granadino que llegó a Elche en 1952 para quedarse.
La historia de Morenilla es también la historia de una ciudad que se sostenía gracias a personas más que a instituciones. Tras estudiar Medicina en Granada y ejercer como alférez médico, recaló en Elche con solo 27 años. Al principio trabajó en el viejo Hospital Municipal, en el sanatorio de Lucerga y en la Seguridad Social de la calle Sagasta, pero pronto se dio cuenta de que hacía falta algo más grande, algo moderno, algo que estuviera a la altura de la población que crecía en torno a las fábricas de calzado.
En 1962, junto al cirujano Teodoro Rojas, puso en marcha la clínica que medio Elche acabaría llamando simplemente “la Morenilla”. El centro funcionaba como una sociedad anónima, con médicos, abogados y colaboradores que pusieron su granito de arena, pero en la práctica eran Rojas y Morenilla quienes sostenían el día a día, tanto con su trabajo como con su bolsillo. Aunque se trataba de un centro privado, no pocas veces se atendía a pacientes sin recursos de manera altruista, porque aquí la salud no podía esperar a permisos ni a presupuestos.
La clínica se convirtió en un lugar clave para la ciudad. Por allí pasaron miles de partos —se calcula que unos 17.000— y muchísimas operaciones de apendicitis, vesícula o hernias que, de no ser por la iniciativa de estos médicos, habrían obligado a desplazarse hasta Alicante. Fue el primer centro moderno de la ciudad, un pequeño hospital adelantado a su tiempo en un lugar donde lo público aún no llegaba.
La vida de Morenilla, sin embargo, no se limitó a su bata blanca. Contrajo matrimonio con Josefina Romero Baeza, a la que él mismo llamaba “mi matrona, ayudante de operaciones e intérprete de valenciano”, y juntos formaron un tándem inseparable en la clínica. Más tarde se involucró en la puesta en marcha del colegio Aitana, presidió el grupo promotor, abrió la librería Eldik en la plaça de la Fregassa y hasta se sentó en la directiva del Elche Club de Fútbol en tiempos de José Esquitino. En su biografía se mezclan la medicina, la educación, la cultura y el deporte, siempre con Elche como escenario.
La Clínica Morenilla cerró a finales de los setenta, justo cuando la ciudad inauguraba al fin el Hospital General Universitario en 1978. Para muchos fue como dar un salto de siglo: pasar de depender de clínicas privadas y del esfuerzo personal de médicos comprometidos a tener, por fin, una infraestructura pública acorde a la importancia de la ciudad.
Mirado desde hoy, parece un milagro que Elche resistiera tantos años sin hospital público. Una ciudad que ya entonces era motor económico, con industrias que exportaban a medio mundo, se veía relegada en lo más esencial: la salud. Y aunque ahora tenemos servicios sanitarios que damos por seguros, no conviene olvidar que fueron personas como Carlos Morenilla quienes, con trabajo y vocación, sostuvieron la vida de toda una generación.
Quizá ahí está la lección: que Elche siempre ha sabido sobrevivir incluso cuando la administración no estuvo a la altura. Y que la memoria de esos médicos y de las clínicas que levantaron merece ocupar un lugar destacado en la historia de esta ciudad que, paradójicamente, aprendió a nacer sin hospital.