El aire huele a incienso y a verano. Afuera, la ciudad hierve bajo un sol mediterráneo que parece dorar las piedras de la basílica de Santa María. Adentro, todo está preparado para que vuelva a suceder lo que sucede cada 14 y 15 de agosto desde hace siglos: el Misteri d’Elx. Una obra que no es solo teatro, ni solo liturgia, ni solo música. Es, como dirían aquí, “la Festa”. Y aunque el nombre suene sencillo, encierra una de las joyas más singulares del patrimonio universal.
Reconocido en 2001 por la UNESCO como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, el Misteri representa la Dormición, Asunción y Coronación de la Virgen María con una puesta en escena que mezcla lo celestial y lo terrenal. No hay butacas numeradas ni telón que baje: el escenario es el propio templo, los techos se abren para que bajen los ángeles y la emoción sube desde el corazón de cada espectador.
Su origen es una historia en sí misma. Los documentos más fiables lo sitúan en la segunda mitad del siglo XV, pero el pueblo ilicitano guarda con cariño leyendas que lo empujan aún más atrás en el tiempo: algunos lo vinculan con la conquista de Elche por Jaime I en 1265, otros con el hallazgo milagroso, en 1370, de una imagen de la Virgen en la vecina Santa Pola. Sea cual sea la verdad, el Misteri ha resistido guerras, cambios políticos y hasta prohibiciones eclesiásticas. Cuando el Concilio de Trento vetó las representaciones teatrales en iglesias, la tradición ilicitana parecía condenada, pero en 1632 el papa Urbano VIII concedió un permiso especial. Ni siquiera el obispo de Orihuela, opuesto a la representación, pudo frenar la voluntad de un pueblo que ya la sentía como parte de su alma.
Del texto original no queda rastro, pero sobrevive una copia de 1709, guardada en el Archivo Histórico Municipal. Está escrita en valenciano antiguo con algunos versos en latín, y acompañada por una música que combina melodías renacentistas y barrocas, con firmas como las de Ginés Pérez o Lluis Vich. Curiosamente, desde la Edad Media hasta hoy, todos los papeles siguen siendo interpretados por hombres, un eco de las antiguas normas litúrgicas que sigue vivo por pura tradición.
Y entonces llega la magia. El 14 de agosto, día de La Vespra, la Virgen entra en la basílica acompañada por María Salomé, María Iacobe y un coro de ángeles-niños. Sobre las cabezas del público, la cúpula parece abrirse cuando desciende la Mangrana, una esfera dorada y granate que trae un ángel portador de una palma celestial. En ese instante, el silencio se vuelve tan denso que uno casi escucha su propio latido. El mensaje es claro: su muerte está cerca y el reencuentro con su Hijo, aún más. Los apóstoles se reúnen, la Virgen expira y el Araceli, un ingenio que baja desde lo alto con cinco ángeles, recoge su alma y la lleva al cielo. El acto termina, pero la emoción queda suspendida en el aire.
El 15 de agosto, La Festa arranca con dramatismo. El cuerpo de la Virgen está listo para ser enterrado cuando un grupo de judíos intenta arrebatárselo a los apóstoles. El conflicto se resuelve con un milagro: uno de ellos queda paralizado al tocarla, y tras recibir el bautismo con la palma dorada, recupera la movilidad. La procesión fúnebre que sigue es un río de voces y música que fluye hasta el momento más esperado: el regreso del Araceli, la unión del alma con el cuerpo y la aparición de la Santísima Trinidad para coronar a María como Reina de la Creación. En ese instante, el templo entero parece elevarse con ella.
Fuera, en la plaza, la gente comenta, sonríe, se abraza. Muchos han asistido cada año desde niños; otros han venido por primera vez y saben que volverán. Porque el Misteri no es solo un patrimonio que se contempla, es un patrimonio que se respira. Es tradición y es espectáculo, pero sobre todo es la prueba de que, en Elche, hay dos días en los que el cielo baja a la tierra… y nadie quiere perdérselo.