Cuando se habla de la historia industrial de Elche, a menudo se menciona la evolución del calzado, las grandes fábricas y la expansión internacional. Pero entre todos esos relatos hay historias más íntimas, más humanas. Una de ellas es la de Tórtola, una marca que no solo calzó los pies de miles de españoles, sino que también dejó huella en la memoria de varias generaciones. Nacida en 1947, Tórtola no fue una empresa al uso: fue un proyecto familiar con alma de barrio, que creció sin perder el contacto con sus orígenes.
Todo comenzó con Francisco Pérez Ibarra, más conocido como “El Roig”, un joven ilicitano de apenas 11 años que ya trabajaba de camarero en el café Bastián. Era 1930 y la vida no esperaba. Pero lo que realmente definió a Francisco no fue la necesidad, sino su curiosidad y su empeño por aprender. Mientras servía cafés, estudiaba y se formaba hasta titularse como perito mercantil. Luego vendrían los trabajos como contable y profesor, pero lo suyo era emprender. Así nació su pequeña fábrica de vulcanizado en la calle Curtidores, en pleno corazón de Elche.
El olor a goma, el ruido de las máquinas y la mezcla de trabajo e ilusión llenaban aquella casa-fábrica, donde Francisco vivía con su familia en la planta superior. Desde ese lugar tan modesto empezó a fabricar unas zapatillas sencillas, resistentes, pensadas para la posguerra y vendidas al por mayor. Se llamaban Tórtola, y pronto empezaron a moverse. A golpe de pedal, Francisco y su socio Antonio García recorrían pueblos en bicicleta vendiendo docenas de pares a comerciantes de Alicante y Murcia.
La fórmula funcionó. En los años 60, con la apertura económica del país, la fábrica se trasladó a la Plaza Polo y luego, por necesidad de espacio, a la carretera de Matola. Cada mudanza significaba más máquinas, más trabajadores, más modelos. El crecimiento fue continuo. En los 70, Tórtola modernizó su producción, creó almacenes en varias ciudades y diversificó su catálogo. Atrás quedó el modelo único en dos colores: llegaron las deportivas, los escolares, las botas, los deportivos militares. En 1973 se inauguró una planta en Benijófar para fabricar PVC e inyectar suelas directamente al corte, una innovación puntera para la época.
Pero lo que mantenía viva la marca era algo más profundo. Tórtola no era solo una fábrica: era un símbolo de cómo se podía crecer desde la honestidad, sin perder el contacto con la tierra. Francisco hablaba de sus clientes con el mismo respeto que de sus empleados: “Todos son Señores Clientes”, repetía. La calidad y la durabilidad eran su obsesión. Y esa filosofía funcionó. A finales de los 80, la marca alcanzaba las 25.000 zapatillas diarias y tenía presencia en toda España.
Los 90 y los 2000 trajeron nuevos desafíos, y Tórtola, como tantas empresas familiares, tuvo que reinventarse. Pero lo hizo sin traicionar su esencia. Hoy, la fábrica sigue en Elche y la marca vive en el mundo online, con modelos que combinan diseño actual y alma clásica. Las zapatillas Tórtola no compiten con las modas: ofrecen otra cosa. Comodidad, durabilidad, autenticidad. Y siguen teniendo algo que muchas otras han perdido: identidad.
Porque Tórtola no es solo una marca: es una historia. La de una ciudad que aprendió a andar con paso firme. La de un emprendedor que creyó en su proyecto cuando apenas había recursos. La de una familia que aún hoy sigue apostando por el “hecho en Elche”. En una época donde todo parece sustituible, Tórtola sigue demostrando que hay cosas que merecen quedarse.
Más que un producto, es una herencia. Un recuerdo del pasado que sigue teniendo sentido en el presente. Y quizá, por eso mismo, sigue caminando.